Nuestra relación con el teléfono ha
cambiado radicalmente. La evolución física del aparato ha provocado cambios
sustanciales en nuestra forma de relacionarnos con él. Por ejemplo antes
se conversaba sentado o de pie, pero atado al aparato que estaba enchufado a la
pared, y hoy se habla mientras se anda por la calle. Esto ha multiplicado el
número de llamadas telefónicas, pues se suele aprovechar un viaje en autobús o
una caminata a la intemperie para establecer una comunicación que, en el tiempo
de los teléfonos fijos, no se hubiera hecho. En lugar de hacer llamadas
compulsivamente desde el autobús, la gente leía medio periódico, o veinte páginas de un libro.
Pero esta evolución física del
aparato, además de sus irrefutables bondades, también nos ha venido a complicar
la vida, sobre todo a esas personas mayores que ya han perdido el tren de la
modernidad electrónica. Las oficinas de las compañías telefónicas están llenas de gente mayor que se siente
desamparada frente a este instrumento que és una irrupción del futuro en su apacible
vejez, y que relatan unos casos angustiosos que requerirían de la atención no de un técnico, sino de un psicólogo.
El otro día, en los cinco minutos de cola que hice en unas de estas oficinas,
oí a un técnico que le decía a un señor mayor que su móvil no funcionaba porque
no tenía tarjeta SIM: “Pues pago con una VISA y santas pascuas”, respondió el hombre
muy resolutivo. Más allá otra señora, también mayor, preguntaba qué debía hacer
para contestar al teléfono cada vez que sonaba, porque llevaba cuatro días sin
poder utilizarlo. “Aprieta usted ésta tecla”, le enseñó el técnico, y ella se
quedó mirando con desconfianza su teléfono, como si fuera un bicho.
Jordi Soler, El País (17/11/2015)
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